jueves, 30 de julio de 2015

Una Astrología Hermética. Por Darcy Woodall.











UNA ASTROLOGÍA HERMÉTICA
Del Renacimiento al comienzo de la Edad Moderna
Por Darcy Woodall
Traducción de Enrique Eskenazi


Donde la historia está en marcha, gracias a reyes, héroes e imperios, supremo es el sol.
MIRCEA ELIADE

En la tarde del 11 de Noviembre de 1572, el brillante y excéntrico noble danés Tycho Brahe caminó desde su laboratorio hasta una cercana abadía para comer su cena y se encontró captando algo impensable. Apenas pasada la constelación septentrional de Casiopea, brillando con asombroso resplandor, había una nueva estrella sorprendente .En los meses siguientes esta nueva luz -que brillaba tanto que quienes tenían una vista normal podían verla durante el día- fue contemplada con sorpresa y consternación. Por toda Europa estudiosos, sacerdotes y reyes se veían confrontados con una posibilidad que tenía implicaciones heréticas. Porque si era en efecto una nueva estrella, como Tycho sabía que debía serlo, entonces el gran orbe más exterior del cosmos, la esfera supra-lunar fija que mantenía en su sitio al reino eternamente divino de las estrellas fijas inmutables, se había vuelto tan frágil y delgado que se había abierto una filtración en su firmamento, permitiendo que una irrupción sin precedentes de luz divina penetrara en el reino sub-lunar de los hombres.

Para muchos esta aparente irrupción del caos en el orden cósmico era un mal presagio; una manifestación visible del rampante desorden político, cultural y religioso que asolaba al mundo conocido. Mientras la discordia social era alimentada más evidentemente por el ascenso pendenciero de un feroz cristianismo fundamentalista, tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica, había otras indicaciones de que se estaba descascando el pegamento espiritual que había mantenido unido al mundo desde el comienzo de la creación. Del otro lado del Océano extraños mundos paganos se descubrían, se conquistaban y se saqueaban, y los despojos llenaban rápidamente los cofres de monarcas europeos nuevamente poderosos y autónomos. Codiciosos de poder, se desafiaban unos a otros y a la iglesia en pos de hegemonía, y lo que una vez fuera una masa trabajadora simple y complaciente abandonaba cada vez más la tierra y se incorporaban a las nuevas ciudades y pueblos en lo que devenía una clase ambiciosa, próspera, bien educada y mercantil, que cada vez ejercía más su propio poder económico y político. En medio de todo este cambio, el estado de ánimo era apocalíptico. Parecía que nada era como "debería ser", y muchos sentían que la ruptura del orden aparente era tanto causa como resultado de la ira de Dios, de lo cual la nueva estrella era una advertencia indiscutible y poderosa. Entonces, alrededor de un año más tarde, tan repentinamente como había aparecido, la luz de la nueva estrella comenzó a desvanecerse, como si su breve aparición y desaparición fuera sólo el resplandor de un nuevo orden mundial aún inimaginable (Koestler 1959 293-4; Woolley 2000 132-7).

Hoy Tycho Brahe es recordado no sólo por su papel en el desarrollo del paradigma heliocéntrico, sino también como uno de los personajes más pintorescos e influyentes dentro de un nuevo orden de pensadores responsables del desarrollo conceptual de la ciencia moderna. Como pionero de la observación empírica cuidadosa y famoso por haber hecho tablas con las posiciones astronómicas más precisas desde la era babilónica, fue aplaudido por Johannes Kepler como el Ave Fénix de la astronomía. Lo que no es tan bien conocido es que a lo largo de sus vidas, tanto Kepler como Tycho (como la mayoría de astrónomos de la era) eran seguidores entusiastas de un nuevo Hermetismo Renacentista, un mezcla sincrética de neoplatonismo helenístico, astrología, magia y filosofía griega clásica como la había conceptualizado Marsilio Ficino, y que a mediados del Renacimiento había teñido casi todos los aspectos de la cultura europea. (Garin 137; Koestler 1956 290; Tarnas 1991 295).

Presumiblemente la revolución conceptual más radical que emergió de la fecundidad artística e intelectual del Renacimiento fue la teoría copernicana del heliocentrismo. Este paradigma no surgió en un vacío social y político, ni emergió plenamente formado en la conciencia cultural. Requirió una gran cadena de pensadores e inventores -cuyos aportes culminaron en la ocurrencia tentativa original de Copérnico. Fue mantenida viva por las observaciones empíricas de Tycho, explicada por las leyes de Kepler, “demostrada” por el telescopio de Galileo, y finalmente vuelta doctrina por las Leyes de Newton. Todos estos hombres, así como muchos otros que en mayor o menor medida contribuyeron a dar forma al paradigma emergente, estaban convencidos de la necesidad de un orden universal perfecto y predecible, particularmente tal como el idealizado en la filosofía neoplatónica y hermética. Tales progresos fueron parte de una revolución de ideas mayor, construida principalmente sobre los fundamentos escolásticos establecidos por pensadores como Tomás de Aquino, Francis Bacon y Nicolás de Cusa, notables por el estímulo de la investigación independiente de la naturaleza basada en los sentidos (Tarnas 1991, 291).

El papel inspirador desempeñado por la cosmología Hermética - y por tanto tácitamente astrológica- en el desarrollo de la moderna ciencia occidental nunca se señala lo suficiente. El Renacimiento alimentó su emergencia más potente de vapor intelectual de la reanimación de textos filosóficos clásicos, , gnósticos y neoplatónicos, originalmente rechazados por la Iglesia, en gran parte porque celebraban las imágenes paganas. Durante el periodo fundamental de 200 años desde la mitad del siglo quince a la mitad del diecisiete que marcaron la emergencia del poder y la civilización europea occidental, el pensamiento hermético estaba en la raíz de disciplinas teóricas y prácticas que incluían la medicina, la teología, la filosofía, la política, la astronomía, la navegación y las matemáticas. Hacia el siglo dieciséis virtualmente cada coarte europea, incluyendo el Vaticano, tenía un astrólogo residente. Tycho, Kepler y Galileo fueron empleados como astrólogos reales. Hombres como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Paracelso, John Dee y Giordano Bruno -todos defensores de una perspectiva hermética- se contaban entre los científicos y filósofos prominentes de la época. A medida que una concepción pitagórica renovada del Harmonius Mundi (armonía de los mundos) comenzó a suscitarse, sus imágenes alegóricas astrológicas y matemáticas no sólo alimentarían a la musa de pintores y poetas, sino que fertilizaría el genio científico de Nicolás Copérnico, Tycho Brahe, Johannes Kepler, René Descartes, Francis Bacon e Isaac Newton, todos los cuales harían contribuciones fundamentales a lo que llegaría a ser la visión moderna del mundo. Hacia el siglo dieciséis, debido a la gran disponibilidad de las traducciones de Marsilio Ficino de los textos filosóficos y neoplatónicos griegos (traídos a Europa poco antes de la caída del Imperio Cristiano Bizantino en 1453) el hermetismo penetró en casi todos los aspectos de la cultura europea, desde la literatura y las artes figurativas, hasta la investigación, la ciencia y la vida religiosa.

Antes de la aceptación universal de la visión heliocéntrica de Copérnico en el siglo XVII, la naturaleza de la realidad abarcaba una doctrina religiosa que estaba fuera de dudas. Desde la Grecia clásica en adelante, se suponía que la tierra era el escalón más bajo de un orden cósmico preciso; era el centro alrededor de cual giraban los cuerpos celestiales en perfectas órbitas semejantes a dioses, cada uno engarzado en su propia esfera celestial cristalina. Por encima y más allá de esta estructura jerárquica, estaba el primum mobile (primer motor), que movía todo de una manera absolutamente uniforme e incambiable, emblemático de la eternidad, es decir, la perfección. Al orden divino se le aproximaba así de manera más perfecta la gran Bóveda Celeste (a través de la cual se veían destellos de fogosa luz divina a través de agujeros en su sólido firmamento) - Yuxtapuestos en el gran camino celestial (el Zodiaco), el Sol, la Luna y cinco planetas “vagabundos” describían la “causa” celestial de todo cambio y diversidad en el mundo. Este universo de relojería jerárquico era el gobernante de toda vida en la esfera “sublunar” (terrenal) del nacimiento, la vejez y la muerte; del llegar a ser y el dejar de ser; del flujo y el cambio. Arthur Koestler asemejó esta realidad a un “universo amurallado”. Un poco como la vida en un castillo feudal, toda la gente y todos los aspectos de la naturaleza estaban destinados a vivir en roles predeterminados, fijos, dentro del mecanismo cósmico, construido como decía Copérnico “por el mejor y más ordenado Trabajador de todos”. El cielo era la gran sala donde se sentaban los nobles celestiales, (supuestamente) modelos de decoro, del cual las cocinas sublunares era una imitación imperfecta. Pero, como en un castillo medieval, esta máquina celeste no era un autómata ni carente de vida intrínseca. Era un sistema viviente e interconectado en todos los sentidos. Toda la vida estaba animada; como encarnación del Anima Mundi, el Alma del Mundo. “Los acontecimientos terrenales armonizados con los acontecimientos celestiales, como una cuerda afinada al mismo tono” (Carey, 8). Con la llegada del Renacimiento esta visión inspiraría una poderosa transformación de la misma cultura occidental. Una de las consecuencias más notables de esta apertura intelectual fue la renovación de la deificación hermético-egipcia de la imagen solar como símbolo último de divinidad celestial y espiritual, desafiando implícitamente el rol preeminente del reino de las estrella como el ápice de todo orden (Mumford 1964 29-32). Esta re-deificación de las imágenes solares apoyaba los ideales humanistas del Renacimiento, que ante todo exaltaban al “Hombre” como “el dios hermético Anthropos bajo forma humana” (Garin 137).
En 1511, cuando Copérnico comenzó a considerar una solución heliocéntrica, no pretendía descubrir una nueva realidad; su intención empírica era eminentemente conservadora. El calendario eclesiástico, el ritmo aparente que demostraba la perfecta alineación de la Iglesia con el orden celestial, ya no se correspondía con las estaciones. Así, su objetivo era reparar las Tablas Alfonsinas del movimiento planetario, inspiradas en Tolomeo, para “preservar la apariencia geocéntrica de los movimientos celestes” (Koestler 1959 125). La exactitud de estas tablas, modeladas de acuerdo a la hipótesis aristotélica de órbitas planetarias perfectamente esféricas (compuestas de epiciclos crecientemente complejos) se había estado viniendo abajo durante siglos. Esto no sólo creaba obvios problemas para los astrólogos (puesto que el conocimiento preciso de las posiciones de los planetas es esencial para la interpretación astrológica), sino que su creciente inexactitud amenazaba con generar una crisis teológica sin precedentes dentro de la Iglesia Católica.

Cuando Copérnico desarrolló su conclusión heliocéntrica como una solución racional para las discrepancias que encontró en sus observaciones empíricas, su solución fue inspirada. Remitiéndose a los escritos herméticos que había encontrado cuando estudiaba en Italia, llamó al Sol “un dios visible”, una creencia que le permitía demostrar el fenómeno con lo que parecía ser una solución, a la vez elegante y práctica, al problema. En su dedicatoria al Papa Pablo III al comienzo de “De revollutionibus orbium coelestium” (Sobre la revolución de las esferas celestes), escribió:

“Por tanto me esforcé por releer todos los libros de los filósofos que puede conseguir, para ver si alguno de ellos había supuesto que los movimientos de las esferas del mundo eran diferentes de aquellos propuestos por los que enseñaban matemáticas en las escuelas. De hecho, primero hallé en Cicerón que Nicetas enseñaba que la tierra se movía. Y después encontré en Plutarco que había algunos otros de la misma opinión: copiaré sus palabras para que todos puedan conocerlas....”
Los “algunos otros” de que habla son los antiguos pitagóricos, notables por su creencia de que el sol era la fuente divina de toda vida y el centro de toda existencia. Copérnico prosigue señalando que, puesto nada menos que Platón había estudiado con los pitagóricos, su teoría estaba justificada. Continúa así:

“...porque sabía que otros antes de mí dispusieron de la liberad para construir los círculos que quisieran a fin de demostrar los fenómenos celestes, pensé que a mí también se me permitiría poner a prueba, suponiendo que la Tierra tuviera algún movimiento, demostraciones para las revoluciones de las esferas celestes menos inseguras que las de mis predecesores”.

Con frecuencia se supone que, puesto que un mapa astral u horóscopo se levanta desde una perspectiva geocéntrica, el heliocentrismo es incompatible con la teoría astrológica. En oposición a este malentendido popular, los astrólogos fueron de los primeros en abrazar la teoría copernicana, y muchos lo hicieron con gran entusiasmo. Los ejemplos incluyen no sólo a Johannes Kepler, sino a John Dee, Giordano Bruno, Tomaso Campanella, Thomas Digges y Thomas Betnor (Whitfield 2001 165-7). Efectivamente, las ideas avanzadas por dos de estos hombres valen especialmente la pena de ser notadas. Thomas Digges especuló que las estrellas no estaban realmente fijas sobre la bóveda celeste, sino que estaban desparramadas por un espacio infinito (Ibid., 166). Mientras que el cosmos de Digges es inequívocamente heliocéntrico, Giordano Bruno fue un paso más lejos y propuso radicalmente que el universo es tan infinito que el sol de la Tierra era sólo un centro entre muchos (Couliano 1987 23), una convicción por la que fue torturado en las mazmorras del Vaticano durante siete años antes de ser finalmente quemado vivo.

Entre los textos que más apoyaban un universo heliocéntrico estaba el Corpus Hermeticum, del que se creía que su autor era el legendario y antiquísimo Hermes Trismegistus, y traducido con celeridad (por solicitud de Cosme de Medici) por Marsilio Ficino en 1463. A lo largo de la Edad Media habían perdurado leyendas respecto al Hermes “tres veces grande”, cuya talla era semejante a la de Moisés. Ahora traducido, y divulgado mediante la nueva imprenta, estos escritos perennes recorrieron los centros intelectuales de Europa con sorprendente rapidez. Ficino no dudaba de su importancia. “Mercurius Trismegistus fue el primer filósofo que se elevó por encima de la física y las matemáticas a la contemplación de lo divino”, escribió (Moore 1990 35).

El renacimiento del interés por la literatura griega de la antigüedad desplazó profundamente el centro del paisaje intelectual europeo. En su encarnación renacentista, la astrología no era meramente un sistema de adivinación (aunque también podía serlo). Fue revivida como un sistema mnemotécnico que pudiera conducir a un entendimiento abarcador de la naturaleza de la Verdad. “Para la gente del Renacimiento la utilidad de la astrología era tan estimable como la teoría de la radioactividad o de la relatividad en nuestros días” (Couliano 1987, 180). Su importancia se consideraba en todos los aspectos de la vida, incluyendo “cosmología, acontecimientos naturales, salud y enfermedad, y destino y muerte” (Whitfield 2001, 128). Para un filósofo del Renacimiento la totalidad del cosmos era un todo armonioso, un ser viviente (la palabra griega “zoidia” significa literalmente “una animal viviente”) y el Hombre es capaz de crear en su interior “una imagen de los cielos” (Ficino, I:123). Empero esta verdad no podía ser aprehendida solo por los sentidos vulgares, era “trascendente”, metafísica, oculta hasta que se revelara, y la revelación de Hermes se consideraba casi tan importante como la revelación bíblica” (Whitfield 2001, 148). Se creía que Platón era una apoteosis del hombre ideal que comprendió que la clave para el auto-conocimiento, esto, el conocimiento de aquello que es inmortal y divino, yace dentro de su propia alma. En los Diálogos repetidamente describió los cielos como la imagen más perfecta del alma del mundo, y los escritos herméticos reforzaban la idea de que toda la realidad está llena de energías de simpatía y atracción, vinculando el mundo de la materia el mundo espiritual de lo divino. El conocimiento de estos patrones de correspondencia, presentes en toda la naturaleza, estaba disponible sólo para aquellos dedicados a una genuina búsqueda de la verdadera sabiduría. La astrología se consideraba como la articulación más elocuente y comprensiva de esta realidad trascendental. Así, dentro del Corpus Hermeticum y filosófico, todas las formas de astrología, incluyendo la astrología judiciaria (siempre ambigua en la doctrina aristotélica de la Iglesia medieval) encontró sólido fundamento teológico y filosófico.

Revivió así un acento en la “conciencia Solar”: “Aun así el Creador, es decir el Sol, siempre vincula cielo y tierra” (Corpus Hermeticum, 16:5); “El sol proporciona a los inmortales su luz perdurable y alimenta las regiones eternas del cosmos” (C.H., 16:8); “El coro de espíritus se ubica bajo el mando del Sol... pero se ponen en formación bajo las estrellas” (C.H., 16:13). El hermetismo no sólo proporcionó una justificación espiritual para un cosmos cuyo centro es el Sol, sino que inspiró una visión imaginal del mundo que por consiguiente conformaría una nueva filosofía imaginal, desarrollada de modo más convincente en la magia astrológica de Ficino, y más tarde con Robert Fludd, Paracelso, John Dee, Giordano Bruno, y también muchos otros. La generosidad dadora de vida del Sol Hermético fue articulada amorosamente por Ficino. “Nuestra alma, además de mantener los poderes particulares de sus miembros, promueve el poder común de la vida a través nuestro, pero especialmente a través del corazón, fuente del fuego íntimo del alma. De modo semejante, el Alma del Mundo florece en todas partes, pero especialmente mediante el Sol, en tanto despliega sin discriminación alguna su común poder vital” (Moore 1990 127)

Uno de los argumentos más comunes propuestos contra la astrología por sus detractores durante el periodo medieval y el Renacimiento temprano era que los horóscopos eran imprecisos, un reflejo de la dificultad inherente en el uso de las tablas Alfonsinas. Si bien este punto es discutible (mucho depende del rigor del astrólogo individual), las tablas de Copérnico no fueron una mejora tan impresionante. Pero después de que Kepler desarrollara sus tres leyes del movimiento planetario, fue relativamente fácil para los astrólogos construir tablas planetarias precisas mediante el empleo de ecuaciones matemáticas relativamente simples y confiables.

La propuesta de un universo heliocéntrico surgió con un cambio radical en la perspectiva de la gente respecto a la autoridad. En lugar de sucumbir ciegamente a la autoridad tradicional, estos nuevos pensadores (siguiendo el precedente escolástico), comenzaron a someter todas las hipótesis a demostración empírica -a aquello que pudiera verse- y a la vez confiaron cada vez más en los ecuaciones matemáticas para definir las relaciones entre las variadas partes del cosmos. C. G. Jung creía que el re-descubrimiento de un universo cuyo centro es el Sol fue una motivación psicológicamente poderosa para el desarrollo de la moderna consciencia individualizada. Pero también llamó la atención sobre la Consciencia Solar “sombría” que llevó a una creciente “confianza en la observación y experimento sobre los objetos de la naturaleza” (Jung 1963 106), lo que finalmente excluyó los modos de percepción no empíricos, no basados en la sensación. El acento en el ideal de “vista” se literalizó, conduciendo a la conclusión final de que el único modo de percepción humana “real”, “objetivo” se redujo al de la visión física.

El efecto sobre la práctica de la astrología fue semejante al dios Jano. Por un lado la identificación del individuo con un “Yo” solar subrayaba el ideal humanista de la primacía del individuo y estimuló la visión de que cada vida individual es importante y significativa, como se explica en el mapa natal que es irrepetible. La astrología ya no se reservaba tan sólo a personas de rango y privilegio. A medida de que la gente común intentaba entender su propio puesto en el cosmos, buscaba consejo astrológico para lograr la comprensión de sus problemas personales. Por el otro lado, a medida que la astrología se desplazó más y más del reino teórico hacia el práctico, los astrólogos fueron cayendo progresivamente bajo e encantamiento del “literalismo espiritual”. La justificación de Kepler de su confianza en las leyes matemáticas anticipó este rasgo posterior:

“Estoy muy ocupado con la investigación de causas físicas. Mi meta es mostrar que el mecanismo celeste ha de semejarse no a un organismo divino, sino a un reloj”. De manera creciente, la astrología se tomó en cuenta como una guía para conseguir riqueza y poder y sus practicantes comenzaron a enfocar en los detalles de la vida, “para tomar decisiones vitales -desde comprar ropa hasta casarse... ya no a fin de mantener su imaginación viva... sino a fin de tener éxito en su vida física” (Moore 1990 121)

Así, si la ciencia en sus comienzos no socavó la práctica astrológica y, de hecho, la estimuló en muchos aspectos, ¿cuál fue la razón para la dramática defunción de la astrología? Para esta parte de la historia tenemos que volvernos al asunto del cristianismo y la astrología. “La batalla alrededor de la astrología tocaba todos los aspectos de la cultura” (Garin 1983, 5). Una de las consecuencias más dramáticas del renacimiento hermético fue la extraordinaria repercusión negativa religiosa y política generada por la rebelión protestante, y la contra-reforma lanzada por la Iglesia Católica. Desde el advenimiento del cristianismo antiguo, siempre había habido intensos debates entre los teólogos concernientes al papel de la astrología judiciaria, pero la Iglesia nunca había cuestionado la existencia de una causalidad celeste sobre el mundo natural: el único debate había sido respecto a la relevancia de la causalidad celestial en el alma humana. En tanto los astrólogos no desafiaron la doctrina cristiana que exaltaba la libertad moral de la voluntad humana (“el hombre sabio es el amo de las estrellas”), la astrología podía montarse a horcajadas de un cerco teológico y subsistir con diversos grados de aprobación tácita por parte de la Iglesia.

La Reforma protestante desató uno de los periodos más represivos en la historia cristiana. Dentro de uno cien años después de que Martín Lutero clavara sus estridentes demandas en la iglesia de Wittenberg, habían surgido por toda Europa, eventualmente llegando hasta Norteamérica, iglesias separatistas crecientemente reaccionarias y fundamentalistas. La Iglesia Católica reacción al profundo cuestionamiento de la Reforma sobre su hegemonía con un esfuerzo ferozmente sistemática por purgarse de toda infección pagana (demoníaca, mágica e idólatra) herética: una de las acusaciones más serias de la Reforma (Tarnas, 1990, 238). El cambio en la actitud de la Iglesia hacia la astrología fue sorprendentemente rápido; la Reforma había golpeado duro y los príncipes de la Iglesia estaban muy asustados, por primera vez en cientos de años. En 1585, sólo quince años después de la muerte del Papa Pablo III (que mantuvo un profundo y duradero interés por la astrología) Sexto V sacó la primera bula papal prohibiendo la astrología judiciaria (los astrólogos incluso habían comenzado a hacer predicciones para la Iglesia!). La segunda bula en 1631 amplió la primera y la astrología,, que había coexistido con la Iglesia durante siglos fue tachada de herejía en términos nada ambiguos (Campion 1989, 78; Whitfield 2001, 163). Consiguientemente los textos herméticos, incluyendo aquellos sobre astrología judiciaria, magia “natural” neoplatónica, alquimia y Kabbala fueron censurados en tanto se vinculaban ya no con una forma divina de sabiduría antigua sino con el paganismo, la idolatría, y asociación con los demonios. Se prohibieron todos los modos de adivinación y la astrología perdió rápidamente su lugar en los centros de enseñanza (Couliano, 1987, 202-3). A finales del s. XVI, por decreto papal, la enseñanza de la astrología judiciaria se eliminó de las universidades italianas, tendencia que culminaría con el cierre de la última universidad con cátedra de astrología en Francia en 1770. Los astrólogos, temerosos tanto de la excomunión como de la acusación de herejía (que implicaba sentencia de muerte cierta), comenzaron a renunciar a la astrología.

En el siglo XVI, tanto en la Europa protestante como en la católica, las llamadas brujas se cazaban y quemaban en números alarmantes; una histeria conformada por la misma estrechez que engendró la destrucción puritana de las imágenes religiosas: “En ambos casos la víctima fue la fantasía humana” (Couliano 1987, 91). En 1600, el mundo de la enseñanza fue sacudido por la ejecución mediante fuego de Giordano Bruno, un filósofo hermético que tuvo el coraje de defender su visión de un universo infinito. En Inglaterra, el otrora venerado Dr. John Dee fue tachado de brujo y sufrió la destrucción de su famosa biblioteca a manos de la turba del pueblo. Destruida su reputación, murió en la pobreza y el desconocimiento, y sus considerables contribuciones técnicas, matemáticas y de navegación se descartaron mayormente. Galileo fue juzgado por la Inquisición, no porque fuera un defensor de la ciencia, sino porque osó argumentar contra la doctrina de la Iglesia de un “universo amurallado”. Incluso Newton mantuvo en privado sus experimentos alquímicos “porque tenía una cabeza sobre sus hombres y prefería que permaneciera allí” (Ibid., 81). Hay que recordar también que todos estos hombres se consideraban, ante todo, devotos cristianos.

El re-descubrimiento del hermetismo abrió una profunda bifurcación en el mundo europeo. En una dirección hay una apertura hacia la imaginación, hermosamente explicada por Marsilio Ficino; la otra era hacia la adulación y culto del orden ideal. Al final, los sueños utópicos concretos empujaron a los hombres a una búsqueda fútil de un sistema físico perfecto que, fantaseaban, podrían controlar si tan sólo pudieran descubrir sus leyes. Cuando las leyes de la gravedad de Newton determinaron que las fuerzas físicas causales entre la Tierra y los planetas eran despreciables, se rompió irrevocablemente la relación cósmica entre los cielos y la Tierra. El impacto que los movimientos puritanos tuvieron sobre este periodo fundamental fue enorme; el paisaje psíquico así como la topografía social se transformaron dramáticamente. Cualquier cosa imaginaria o mítica se asociaba con idolatría o superstición: los dos lados de la misma moneda puritana. La represión de la facultad humana de la imaginación forzó una estricta confianza en la primacía de aquello que podía cuantificarse, esto es, “lo real”. El único valor cualitativo aceptable era aquello que era o bien “correcto” o “errado”. Una vez más, la Verdad quedó predeterminada por la autoridad, eclesiástica o científica; la visión individual era o subjetiva o demoníaca. Como la metafísica fue separada de la física, las únicas fuentes relevantes de conocimiento eran o bien científicas: empíricas o verificables, o basadas en interpretaciones estrechas y literales de la Biblia. Los “puritanos”, tanto religiosos como no religiosos, comenzaron a elevar el principio mecanicista por encima de una creencia en el creador que había inspirado la búsqueda de sus leyes. Más notablemente aún, la comprensión del alma cambió, la poética conectiva del alma devino una abstracción (es decir, no real) y el mundo de la naturaleza viviente se volvió un muerto mecanismo causal. Para muchos la vida se volvió des-animada; vacía y carente de significado.

Si bien el espectro de la máquina se había asomado desde el tiempo de Aristóteles, el emergente mundo moderno comenzó a llevar esta antigua metáfora hasta su conclusión más oscura. Con la victoria del cientificismo y la concurrente divulgación del fundamentalismo cristiano, el centro intelectual y espiritual de gravedad cambió. Scientia ya no incorporaría más todo el conocimiento, metafísico y físico. En cambio devino la sierva de la tecnología. La máquina cósmica se había vuelto el modelo para una mente única, autoritaria, como fuente de orden absoluto tanto en la religión como en la ciencia. En vez de un mundo vivificado por un dinamismo espiritual expresado con un lenguaje simbólico de correspondencias estructuradas, la realidad era ahora material; literal y concreta.

Antes del s. XVII los astrólogos eran buscadores de sabiduría; eran filósofos cultivados, místicos, teóricos: los buscadores de la verdad divina. Ahora, expulsados de las universidades (separados desde las rodillas, por así decirlo, de sus fuentes intelectuales y metafísicas) la astrología comenzó a tentar a los oportunistas; los incultos y los necios. A medida que progresaba el s. XVII, la descripción de su trabajo, con muy pocas excepciones, se había reducido a la de agoreros personales o curanderos populares. Mientras que los mejores y más honestos eran capaces de usar lo que conocía de astrología para ofrecer ayuda práctica con situaciones cotidianas como el matrimonio, la salud y la búsqueda de cosas perdidas, los peores eran impostores; hombres cínicos que sacaban partido de clientes crédulos siempre que podían. Se escucharon acusaciones de charlatanería: “La astrología es un arte por el cual gentes astutas estafan a simples hombres honestos... una ciencia que enseña a sus estudiantes a mentar siempre que hablan... que enseña la verdad tantas veces cuantas la s alcahuetas van a la iglesia y las brujas y las prostitutas dicen sus oraciones...” (Whitfield 2001, 176-7).

Con pocas excepciones, la astrología fue considerada meramente como un billete a una vida mejor, “había una cierta cualidad hogarthiana en los astrólogos ingleses de la época... Llegaban a Londres sin un céntimo y descubrían lo atractivo de la astrología” (Ibid., 177-8).

Los astrólogos (y sus clientes) con frecuencia parecían proponerse descubrir cómo mejor “trampear a los hados” con conocimientos ocultos superficiales, sin una comprensión genuina de los principios sobre los que se basaba ese conocimiento. Estos nuevos astrólogos también incorporaban un rasgo empresarial impensable en generaciones más antiguas. La publicación de almanaques comerciales, que habían aparecido con la invención de la imprenta, ahora era exuberante, vendiendo por millares, con charlatanería del más bajo común denominador colectivo. A medida de que la astrología caía más profundamente en los márgenes culturales poblados por fabricantes de almanaques sensacionalistas y curanderos populares, se inventó un nuevo término: pseudociencia.

Debiera recordarse también que la capacidad de la tradición astrológica para reinterpretarse y adaptarse a un contexto social continuamente cambiante no tiene acaso parangón en la historia del pensamiento occidental. Si bien el ascenso de la ciencia moderna contribuyó ciertamente a su casi fatal caída, no puede considerársele enteramente responsable. Ni puede culparse a la religión, puesto que después de todo la ciencia (en la cultura occidental como un todo) ha sido eminentemente exitosa para liberarse de sus grilletes. La razón para la obstrucción de la astrología es quizás mucho más banal: finalmente los astrólogos se autocensuraron al adoptar tácitamente un visión del mundo “reformista” que era cada más desconfiado respecto a la posibilidad de una realidad no material. Al adoptar una obediencia sin cuestionamientos a las interpretaciones más reduccionistas de sus propios ideales y principios, la astrología participó en su propia exterminación; se había infectado de hecho con su propia forma de fundamentalismo. Para finales del s. XVII, los astrólogos que suscribían a la visión de que el cosmos era un mecanismo gigante predeterminado eran la regla, más que la excepción. Al ocurrir en tales incrementos sutiles, penetrantes a lo largo del tiempo, es difícil decir exactamente cuándo esta visión se las arregló para desviar la balanza a su favor. A medida que los mismos astrólogos aceptaban un pensamiento reduccionista de causa y efecto (tal como lo prueban sus prácticas más absurdamente deterministas y superficiales) la cosmología astrológica fue finalmente arrojada a la deriva de sus raíces filosóficas y herméticas, sin un hogar en la religión, la ciencia, la filosofía o la metafísica. Expulsada fuera del contexto de otros sistemas de ideas espirituales y metafísicos, ya no tenía un medio por el cual tener sentido de sus propios principios. La “profunda modificación de la imaginación humana” (Couliano 2001, 223) fue un desastre metafísico. Si bien está más allá del alcance de este artículo intentar una respuesta convincente, la pregunta así y todo debe formularse: ¿qué factor innato hay dentro de la perspectiva hermética y/o astrológica que la hace tan susceptible a la atracción del poder materialista? Esto ciertamente vale la pena investigarlo.


A medida de que el milenio se acaba, tanto la religión como la ciencia luchan con sus propios paradigmas anticuados y reduccionistas. Las personas inquisitivas ya no pueden confiar o bien en la religión convencional o bien en la ciencia para que proporcionen respuestas; muchos descubren que, tal como enseñó Ficino hace quinientos años, han de volverse al lenguaje mágico de los procesos psíquicos para descubrir las propias correspondencias internas con la armonía divina. Afortunadamente hoy, con una renovada valoración de los reinos imaginales de la experiencia humana, los astrólogos que comprenden el espíritu del Hermetismo Renacentista, tienen una oportunidad de desempeñar un papel significativo en un nuevo renacimiento milenario. Espero que podamos aprender, no sólo de la sabiduría de nuestros precursores, sino también de sus errores.

Fuentes y trabajos citados:

Carey, Hilary. (1992) Courting Disaster: Astrology at the English Court and University in the Later Middle Ages. New York: St. Martin’s Press.
Campion, Nicholas. (1989) An Introduction to the History of Astrology. Kent: JAYBECK
Copernicus, Nicolaus. (1995) On the Revolutions of Heavenly Spheres. translated by Charles Genn Wallis. Amherst, NY: Prometheus Books.
Coulianu, Ioan P. (1987) Eros and Magic in the Renaissance. translated by Margaret Cook. Chicago: The University of Chicago Press. (Hay trad. española)
Currey, Patrick. (1989) Prophecy and Power: Astrology in Early Modern England. Cambridge: Polity Press.
Ficino, Marsilio. (1985) Commentary on Plato’s Symposium on Love. translated by Sears Jayne. Woodstock, CT: Spring Publications. (Hay trad. española)
Ficino, Marsilio. (1975) The Letters of Marsilio Ficino. Vol. 1. translated by The School of Economic Science. London: Shepheard-Walwyn. (Ver ejemplos)
Garin, Eugenio. (1983) Astrology in the Renaissance: the Zodiac of Life. translated by Carolyn Jackson, June Allen & Clare Robertson. London: Routledge & Kegan Paul. (Hay trad. española)
Grafton, Anthony. Cardano’s Cosmos: The Worlds and Works of a Renaissance Astrologer. Cambridge: Harvard University Press.
"Hermes Trismegistus". (2000) The Way of Hermes: New Translations of the Corpus Hermeticum and the Definitions of Hermes Trismegistus to Asclepius. translated by Clement Salaman, Dorine Van Oyen, William D. Wharton, Jean-Pierre Mahe. Rochester, Vermont: Inner Traditions. (hay trad. española)
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