martes, 29 de diciembre de 2015

La ceguera crónica de la Justicia. Por Carlos Javier González Serrano.








 

La ceguera crónica de la Justicia

 

Justicia ciega
“El derecho no da frutos si no crece junto al deber”. Félecité de Lamennais.

Vivimos tiempos extremadamente convulsos desde el punto de vista político, económico y social. A través de periódicos y boletines de noticias nos alertan a cada instante de los peligros de una debacle financiera. Los ciudadanos de a pie, preocupados además por el creciente desempleo, se ven abocados a elaborar planes de ahorro y racionamiento cada vez más ajustados que conducen al descenso del gasto y a la prudencia excesiva.
Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.
Marqués de La Fayette.
En este difícil contexto –plagado de desahucios, subidas fiscales, casos insultantes de corrupción, y caracterizado por la aparición de numerosos movimientos sociales–, la población acude al Estado para defender las libertades y derechos adquiridos a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, los ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las leyes, y denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte de los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales que Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin”.
También fue Aristóteles quien se refirió a la ciudadanía como aquella condición que daba la oportunidad a un ser humano para “participar en la función deliberativa o judicial”. Es decir, los individuos que componen una polis no reciben el título de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni siquiera por estar sujetos a los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por llegar a participar en el poder. Como también consideraba Tucídides, todos reunidos, “mezclados con los mejores”, son útiles a las ciudades. De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos que tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la conservación de una mera estructura o en el respeto formal a una serie de reglas, sino en la decidida apuesta por un modo de vida enfrentado con los planes que los diferentes grupos sociales, por separado, intentan imponer a la ciudad como fin supremo, sin otro propósito que la satisfacción de sus propios deseos. Y es que en aquella Grecia de Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan familiares nos resultan: “a causa de las ventajas que se obtienen de los cargos públicos y del poder –aseguraba sin tapujos–, los hombres quieren mandar continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes”.
La libertad es el derecho a hacer lo que las leyes permiten. Si un ciudadano tuviera derecho a hacer lo que estas prohíben, ya no sería libertad, pues cualquier otro tendría el mismo derecho.
Montesquieu
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“La libertad es el derecho a hacer lo que las leyes permiten”. Montesquieu.

Debido a este último peligro, es necesario que exista un órgano que juzgue sobre lo conveniente y justo entre unos y otros. Pero avisa Aristóteles, “la mayoría son malos jueces acerca de las cosas propias”, pues juzgan mal lo que se refiere a sí mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe ser una comunidad destinada exclusivamente a impedir las injusticias entre individuos o para facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos necesarios–, sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”. En definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma creencia en lo que es bueno para todos, no sólo para una parte de sus habitantes.
Una de las cuestiones más debatidas a lo largo de la historia del Derecho, la Filosofía o la Sociología, y que aún levanta ampollas, es la de si el Estado debe encargarse no sólo de impartir justicia, sino también de infundir moralidad en los corazones. Si hace algunos siglos se consideraba que la mayor parte de los peores delitos tenían por causa los excesos de las pasiones, el paradigma cambia progresivamente y, debido a los avatares sociales a los que se enfrentan en la actualidad las sociedades occidentales, también –y sobre todo– se cometen crímenes en nombre de la necesidad.
El Derecho, tal y como se entiende hoy en día, es un sistema normativo cuya función fundamental es la de organizar la sociedad de acuerdo con determinados criterios expresados a través de normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían funcionar como púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como dispensadores objetivos de justicia. Sin embargo, aquellas normas jurídicas no son las únicas a las que nos vemos sometidos: también podemos distinguir las reglas del trato social (a las que Kant englobó bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la Introducción a la Filosofía del Derecho del recientemente fallecido Gregorio Peces-Barba, leemos que “La distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por constatar las conexiones entre ambas normatividades en la cultura moderna, ni la lucha por la incorporación de criterios razonables de moralidad en el Derecho, ni tampoco la crítica desde criterios de moralidad al Derecho válido”.

Justicia
– “El hombre honrado es el que mide un derecho por su deber”. Herni Dominique Lacordaire.

A pesar de que contar con una buena teoría es importante, esta no siempre se traduce en una buena práctica. Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando determinados formaciones no judiciales (plataformas sociales, sindicatos, asociaciones benéficas, etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa o incorrecta aplicación. Además, hay que tener muy presente que el Derecho cuenta con una ventaja fáctica sobre el resto de conjuntos de normas: tiene de su lado el poder de la coacción –aprobado, hay que recordarlo, por los ciudadanos de una sociedad.
Es interesante plantear que, para Kant, el Derecho queda cumplido de manera satisfactoria por la legalidad misma, o lo que es lo mismo, en base a la obediencia externa a la norma –por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo con ella. Por otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión interna al propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, eminente profesor y filósofo del Derecho, también en éste “lo deseable es lograr esa adhesión interior a la norma, disminuyéndose así las posibilidades de incumplimiento”.
En su Invitación a la filosofía, el célebre filósofo francés André Comte-Sponville se pregunta si es posible que alguien no considere (absolutamente convencido) que la justicia es preferible a la injusticia. Para este pensador, moral y política no se oponen, “pero que la moral no basta para lograr la justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco pueden confundirse”. Así, la pregunta a plantear es la siguiente: ¿cómo elaborar, a través de un ejercicio ciudadano y político prudente y responsable, un catálogo justo de leyes?
El propio Kant, en el apéndice a su escrito Sobre la paz perpetua, no duda en afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin haber rendido antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral”. Se muestra incluso más tajante algunas líneas después: “El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada”, por muchos que fueran los sacrificios –puntualiza– que tuviera que hacer el poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia, la política debe obedecer al Derecho… siempre que éste, como deseaba Kant, estuviera basado en la moralidad, y por lo tanto, en el deber.

Justicia vista
“Consentir que nos condecoren es reconocer al Estado o al príncipe el derecho de juzgarnos, ilustrarnos, etc.”. Baudelaire.

Estas concepciones más o menos puristas chocan de bruces contra aquellas otras que parecen imponerse, o que nos imponen, en la actualidad. Desde partidos políticos y organismos europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los ciudadanos para respetar leyes que perjudican notoria y clarividentemente a las capas menos favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles tanto temió y al que tantos reparos puso –en el Libro I de la Política– cuando se convierte en un puro afán de enriquecimiento material, parece haber tomado las riendas de los códigos legales. Los tribunales de justicia, proclamados independientes de cualquier facción política, financiera o social, se ven de este modo contaminados por la aplicación de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no pueden más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan sólo “aplican la ley”.
Pero también encontramos voces críticas al respecto, como la del fallecido filósofo del Derecho Felipe González Vicén, quien no dudó en afirmar que “mientras que no hay un fundamento ético para obedecer al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. Ya sea por su estructura formal o por el contenido de los códigos legales, el Derecho no puede exigir taxativamente su cumplimiento. En una línea que se puede denominar kantiana radical, González Vicén aseguraba que no hay razón ética para seguir una ley que no es constitutivamente moral. En la misma senda, Martin Luther King aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la considera injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que se levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala, en realidad, de un respeto superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un ejercicio socrático y preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y qué la moral, y tras haber obtenido respuestas, reabrir el debate sobre la-justicia-de-la-ley. En cualquier caso, se trata de un debate que, por su importancia, siempre ha de estar abierto. Y en él debe ocupar un papel predominante la filosofía –en su faceta de reflexión crítica sobre el presente.




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